Y de las cavernas salían esos monstruos. Monstruos que
durante milenios no hacían más que agonizar en su riqueza, en su oscura y
lujosa caverna de temor.
Monstruos que nada tenían de monstruos, pálidos, brillosos,
temerosos del afuera, del mundo, de la realidad. Ahogados en un profundo
solipsismo, eterno.
Salían para ser. Salían para dejar de estar, y solo ser, eso
que suponían que existía, y si así no era; dispuestos a crearlo y formarlo. Determinándolo
en libertad y lejos de esa oscura incubadora de formas, estructuras,
incoherencias, temores y mediocridades del paupérrimo mundo que los confino a
las profundidades anegadas de brea intelectual, irremisiblemente putrefacta.